IRENE
PONCE MORENO, 4º A
Mi
vecina Manuela, vive con su marido Juan. Los conozco desde que nací.
Son muy simpáticos, aunque ya son mayores y tienen algunos
problemas. Ella tiene problemas en el corazón, por ejemplo, y él…
bueno… él, ve alucinaciones, pero no sé de qué, y no puede
llevarse noticias impactantes de nada.
Esto
no lo llegaba a entender mucho, hasta que el otro día, sobre las
cuatro de la madrugada, oí una ambulancia, pero me volví a dormir.
Por
la mañana, no había nadie en casa, así que fui a casa de mis
vecinos, por si allí estaba mi madre, y me abrió Juan. Me dijo que
por allí no había ido, ni que tampoco estaba con su mujer -se
adelantó a decir-, porque Manuela se estaba duchando.
Así,
que cuando llegué a casa, llamé a mi madre y ella me dijo:
-
Estamos en el velatorio de Manuela. Murió esta mañana. Llegaremos
en un par de horas.
Ahí
fue cuando entendí el tipo de alucinaciones que Juan tenía…
LUCÍA
ADANZA MORENO, 4º B
Una
fría noche de invierno de hace varios años, como de costumbre,
estaba leyendo un libro titulado El exorcista
frente a las acogedoras
llamas de mi chimenea. En menos de un segundo, el silencio sepulcral
fue quebrantado por un ruido similar a rasguños en la madera. No me
asusté y seguí con la lectura pensando que sería mi imaginación.
La
calma duró poco, ya que un punzante dolor similar al de un arañazo
invadió mi pierna derecha. Corrí a la habitación de mi abuela y me
metí bajo las cobijas a su lado para intentar tranquilizarme.
A
la mañana siguiente, desperté con normalidad. Todo parecía haber
sido una pesadilla hasta que me fijé en mi pierna: una gran cicatriz
surcaba el muslo. No sé qué o quién hizo eso; lo que sé es que a
día de hoy, ciertas noches de invierno, esa marca se vuelve a
señalar en mi pierna, como si hubiera sido el mismo momento de
aquella mala noche.
BAJO
LAS ESCALERAS, POR ELENA SILLERO SÁNCHEZ, 4º A
Una
figura oscura sonreía mientras me animaba a acercarme a ella. Sin
saber bien por qué, le hice caso. Me senté a su lado y comenzó a
acariciarme suavemente el pelo. Sus manos heladas me provocaban un
extraño escalofrío. De repente, noté cómo las caricias empezaban
a hacerme daño cada vez más. Cuando fui capaz de pedirle que
parara, era tarde; sentí cómo el frío había penetrado en mi piel.
Entonces,
un impulso me hizo levantarme y subir las escaleras mientras él se
quedaba mirándome. Me acerqué a la cama donde la pequeña dormía,
y le susurré:
-
Pronto podrás jugar con nosotros.
Pareció
no darse cuenta. Sin embargo, noches después, acudió al mismo sitio
que yo, donde la misma persona estaba esperándola…
-
No abras la puerta- le susurré al oído.
-
Pero él me está esperando- reclamó desde su ignorancia. Y sin
pensárselo dos veces, giró el pomo. Tan sólo el crujido de la
puerta al abrirse me devolvió los recuerdos de aquella noche.
-
No entres. Sé lo que va a pasar- la avisé.
Esta
vez no hubo respuesta. La pequeña estaba convencida de que su
“amigo” estaba tras esa puerta, aguardando a que ella llegara
para jugar. Comencé a bajar las escaleras lentamente, paso a paso,
hasta que dejé de ver su silueta. No tuve valor para seguirla, el
terror que me causaban los recuerdos me paralizaba. Escuché su voz,
un grito de dolor; ya no podía hacer nada.
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