LA CENICIENTA
Yo era
una joven bella que no tenía padres, sino solo una madrastra viuda impertinente con dos
hijas que eran muy feas. Yo era la que hacía todos los trabajos duros de la casa, y
todos mis vestidos estaban manchados de ceniza, por eso me llamaban Cenicienta.
Un día el rey de aquel país anunció que iba a
dar una gran fiesta a la que invitaba a todas las jóvenes casaderas del reino.
Mi
madrastra me dijo que no iría a la fiesta, que me quedaría en casa fregando el
suelo y preparando la cena para cuando ellas volvieran. Vi partir a mi hermanastras
hacia el Palacio Real. De repente se me apareció mi hada madrina.
Mi hada me
dijo que yo también podría ir al baile, pero con una condición: que cuando el
reloj del Palacio diera las doce campanadas tendría que regresar sin falta. Y
tocándome con su varita me transformó en una maravillosa joven.
Yo llegué al
Palacio causando mucha adoración. Al entrar en la sala de baile, el príncipe
quedó tan prendado de mi belleza que bailó todo la noche conmigo.
Mis hermanastras no me conocieron y se preguntaban que quién era esa joven.
En toda mi felicidad, oigo sonar el reloj de Palacio dando las doce, así que salí corriendo atravesando el salón y perdí uno de mis bonitos zapatos de cristal.
Pero el Principe lo cogió asombrado.
El príncipe ideó un plan: se casaría con aquella muchacha que pudiese calzarse el zapato de cristal.
Todas las doncellas se lo probaron, pero no había ni una a quien le estuviera bien el zapatito.
Al fin llegó a mi casa, y, claro, mis hermanastras no pudieron calzarse aquel diminuto y delicado zapato, pero cundo me lo puse yo vieron cómo me quedaba perfecto.
Y así sucedió ocurrió que el Príncipe se casó conmigo y vivimos felices y comimos perdices.
En toda mi felicidad, oigo sonar el reloj de Palacio dando las doce, así que salí corriendo atravesando el salón y perdí uno de mis bonitos zapatos de cristal.
Pero el Principe lo cogió asombrado.
El príncipe ideó un plan: se casaría con aquella muchacha que pudiese calzarse el zapato de cristal.
Todas las doncellas se lo probaron, pero no había ni una a quien le estuviera bien el zapatito.
Al fin llegó a mi casa, y, claro, mis hermanastras no pudieron calzarse aquel diminuto y delicado zapato, pero cundo me lo puse yo vieron cómo me quedaba perfecto.
Y así sucedió ocurrió que el Príncipe se casó conmigo y vivimos felices y comimos perdices.
FIN
(Pedro San Sebastián, 2ºC)
(Pedro San Sebastián, 2ºC)
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