viernes, 29 de noviembre de 2013

CARTA A UN ABUELO. CURSO 2011/2012



“CARTA PARA UN ABUELO”

en un día como el que es hoy, todas las personas están felices, deseando ver a su pareja para darle ese regalo de San Valentín, deseando pasar la tarde con ellas. Sí, es el día de los enamorados. Amor, ¿por qué no pensamos en nuestras familias, en las personas que ya no están? ¿sólo se tiene amor por la pareja? Yo no lo veo así.
A mí me gusta recordar también los momentos que he pasado con mis familiares. Sobre todo recordar los que he vivido con personas que ya no están en el mundo y que no por eso las dejaré de querer o las voy a olvidar. Personas que sabes que te han enseñado a veces más que tus propios padres, personas que te han hecho reír más que nadie por una simple tontería, y que te han hecho llorar cuando se apartaron de tu lado. Eso he vivido yo y siempre lo recordaré. La pérdida de dos personas, mis dos abuelos, que son sin ninguna duda las personas que más echo en falta, sobre todo el cariño que me daba uno...
Añoro los besos que me daba, cuando en invierno todos los fines de semana nada más levantarme iba corriendo a su casa. Llegaba cansada y entraba en el salón con todas las zapatillas enfangadas y con mi tía detrás riñéndome por no habérmelas limpiado, y lo veía sentado en su hamaca, con una sonrisa en sus ojos azules el brillo de la felicidad. Corría hacia él, me cogía y me sentaba en sus piernas, esas que tan poco usaba. Me daba millones de besos y me preguntaba si había desayunado. Él ya sabía mi respuesta. Entonces me decía: “Venga, vamos a desayunar juntos”. Él siempre me esperaba para desayunar, y yo corría hacia la cocina y le decía: “Venga abuelo, vamos”. Y él con su bastón poco a poco iba dando pasos, hasta que llegaba. Nos comíamos ese pan moreno, así como él lo llamaba.

Luego venía mi madre diciéndome que fuera a vestirme, que no podía llevarme todo el día en pijama. Yo nunca me quería ir y me agarraba a él fuertemente y empezaba a llorar. Cuando él me veía llorando me decía que no debía llorar por tonterías y me secaba las lágrimas, me daba un beso y me sonreía.

Todas las tardes después de comer, me iba con él. Me encantaba sentarme a su lado y taparnos, frente ala estufa, contrarle las cosas que me habían pasado en el colegio. Él me contaba todas sus anécdotas, unas tan divertidas y otras muy escalofriantes: cómo conoció a mi abuela, cómo era mi padre de pequeño. Cuando me caía, iba a buscarlo, le enseñaba la herida y él me preguntaba que cómo me había caído y a mí me entraba el llanto. Él reía, me abrazaba y me volvía a repetir esa frase: “No hay que llorar por tonterías”.

Recuerdo cuando nos atiborrábamos de chocolate a escondidas de la abuela, o los “candíes” que ella nos preparaba. Él decía que era buenísimo y que con eso me hacía muy fuerte y que me ayudaría a no llorar y a no ser tan sensible. En verano le llevaba los pajarillos caídos de los árboles, acabados de salir del cascarón y le decía:
  • Abuelo, ¿tendrán hambre?
Y él decía que sí, y le dábamos algún bichillo o pan con leche. Cuando alguna perra tenía cachorrillos yo se los llevaba para que él me ayudara a elegir nombres. Él me decía que si hubiera tenido la oportunidad de estudiar le hubiera gustado ser veterinario. Yo le decía que de mayor sería la mejor veterinaria que él pudiera encontrar y que estaría orgulloso de mí. Ahora pienso que quiero hacer ese sueño realidad porque no sólo es el mío, sino también el suyo y creo que de él viene mi afición por los animales.

Mis padres dicen que hay gestos que hago que él también hacía, que tengo un aire a él y eso me hace sentir feliz. Sólo pensar que yo podría parecerme a él, ojalá en algún momento de mi vida llegase a ser tan buena persona como lo era él.
Un sábado por la noche, tuvo que hospitalizar, yo no le eché mucha cuenta porque él normalmente tenía que estar allí, llegó el domingo e hice la maleta, y me acosté feliz porque al día siguiente cuando llegara del instituto iría a verlo y podría abrazarlo.
El lunes me levanté u vi que eran más de las nueve de la mañana y que yo aún estaba durmiendo. No lo entenía. Fui a buscar a mi madre y estaba en el salón con mi hermana pequeña llorando. Pregunté:
  • ¿Mamá, qué pasa?
Y me dijo:
  • Abuelo...
Entonces supe que algo no iba bien, corrí a mi habitación, me tiré en la cama y empecé a llorar desconsoladamente. Ya él no estaría para secarme las lágrimas y decirme que no había que llorar por tonterías, no lo diría porque eso ya no era una tontería, se había ido y no me despedía de él.

De eso hace tres años y no pasa día sin que cuando me levante mire al cielo y sonría. Los fines de semana aún sigo yendo en pijama. Entro en el salón y me siento en su hamaca, toco su bastón y en ese momento pasa por mí un ligero temblor, un cálido calor, como si él me estuviera abrazando y aún me estuviera dando todos esos besos que me daba.

Hace tiempo que se fue y en mi corazón dejó un gran vacío, ¡inmenso! Que nadie podrá ocupar. Lo único de lo que me arrepiento es de no haberme despedido de él, de decirle que lo amaba, que él ha sido quien ha hecho que yo sea así, mejor o peor, pero así.

Sé que siempre lo recordaré. Ahora cuando pasa algo recuerdo esa frase que él me decía: “No hay que llorar por tonterías”. Él es el ángel que cuida día a día de mí. Por eso en este día me acuerdo de él, sí ¡de ti abuelo! Porque tú has sido mi mayor amor, el que nunca me falló y el que nunca lo hará. Me dabas todo el cariño que una niña como yo necesitaba. La verdad es que te extraño muchísimo. Ojalá esto fuera todo una pesadilla y tú estuvieras aún conmigo.
Abuelo, te deseo un feliz San Valentín y que tú al igual que yo recuerdes todos esos momentos que tanto me han marcado. Estés donde estés quiero que sepas que ¡te amo! Corazones como el tuyo aún no he conocido ninguno.
Algún día nos volveremos a encontrar.


IRENE MORENO CABALLERO, 4º B

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